Esta semana el Evangelio de Juan nos relata un diálogo entre Jesús y los seguidores que llegaron a él impresionados por las “señales milagrosas”. Él los redirige hacia su propia persona, mostrándoles que junto al alimento hay una propuesta de Justicia que viene de Dios: “Yo soy el pan que da vida. El que viene a mí, nunca tendrá hambre; y el que cree en mí, nunca tendrá sed” (Juan 6: 24-35).
Esta enseñanza tiene como telón de fondo el Éxodo y la pedagogía divina con la que Moisés guió al pueblo desde la esclavitud a la libertad atravesando el desierto. El hambre como necesidad y estado de dependencia amenaza el proyecto de emancipación que Dios le propone al ser humano (Éxodo 16: 2-4, 9-15).
El “maná del cielo” fue tanto respuesta como alimento para ese instante preciso. Ni tan poco como para desear volver a Egipto, ni acumulación de riqueza que causara conformidad e impidiera avanzar. Fue simplemente el pan de cada día, tal como Jesús nos enseña en el Padre Nuestro. Dios nos invita a vivir con confianza y gratitud sabiendo que todo lo que vivimos y pasamos sirve para nuestro crecimiento.
En el desierto de la vida Él está cada día junto a nosotros y nosotras, porque “Sabemos que Dios dispone todas las cosas para el bien de quienes lo aman, a los cuales él ha llamado de acuerdo con su propósito” (Romanos 8: 28).
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