El Evangelio de esta semana nos presenta el juicio negativo con que son recibidas las sanaciones de Jesús. Los maestros de la Ley piensan que actúa en nombre de un espíritu impuro. Su familia duda y también se aleja, pero Él se da a conocer junto a quienes reciben el amor de Dios (Marcos 3: 20-35).
La teología de la liberación ha intentado definir la expulsión de los demonios como la emancipación de aquellos sistemas, estructuras e instituciones, que oprimen a las personas. Este también es el espíritu del mundo en que vivimos, espíritu que es autosuficiente, satisfecho consigo mismo, que no necesita a nadie más y considera que se lo merece todo. Estos son los síntomas que sana y cura Jesús.
Con sus curaciones, Él demuestra que todo sistema puede ser abierto a los cambios, y por lo tanto a la salvación y a la sanación, a la capacidad de amar y de recibir amor. Jesús como un sembrador, esparce entre sus discípulos y seguidores esta perspectiva de apertura. Todo lo que hace y dice quiere que nosotros y nosotras también lo hagamos. “Pues cualquiera que hace la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Marcos 3: 35).
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