50 días después de la Pascua, el Espíritu Santo vino sobre un grupo de seguidores de Jesús, que aún seguían temerosos y encerrados en Jerusalén. Acontece en ese momento la promesa de Cristo a sus de que él no los dejaría solos ni solas, de que les enviaría un defensor, el espíritu de la verdad (Hechos 2: 1-21) (Juan 15: 26-27; 16: 4b-15).Es a partir de la promesa de que no estamos solos ni desamparados, que Jesús confía a sus discípulos el mandato de “Ir y haced discípulos” para bautizar y enseñar lo que ellos mismos habían aprendido (Mateo 28: 19). Esta promesa la reitera en el versículo siguiente: “Por mi parte, yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo” (Mateo 28: 20b).
El mundo en que nos toca vivir es difícil hacer misión. Estamos en un contexto nacional e internacional herido por la injusticia y la violencia. El camino del discipulado se enfrenta a obstáculos y adversarios que nos quieren alejar del Reino de Dios y su justicia. Por eso, nuestra misión ha sido y es anunciar buenas nuevas, es ser buena noticia en donde nos encontremos.
Hoy vivimos rodeados de preocupaciones. Muchas personas están viviendo sin sentido. Nos encontramos con depresión, con personas encerradas que no quieren salir. Más que nunca estamos llamados a ser esa una Iglesia fiel al Evangelio de vida, que no deja a nadie afuera, que nos ayuda a ver las personas, a ver sus necesidades, a invitarlas a reconstruir la esperanza.
La venida del Espíritu Santo es la continuación de la misión de Jesús en nosotros y nosotras. Es esa fuerza que nos mueve una y otra vez, que nos empodera para asumir riesgos. Pentecostés nos conduce al mundo, pero con una propuesta distinta, nos conduce al mundo con la propuesta del Reino de Dios.
Que el espíritu de Jesús pueda soplar donde tenga que soplar, en esos rincones, en esas grietas que nos impiden ser una Iglesia que proclama en plenitud el sueño de Dios para la humanidad. El camino de la justicia, de la paz, de la dignidad para todas las personas aún no se ha completado. En ese camino se hace necesario que todos y todas pongamos nuestros dones para que el sueño de Dios pueda acontecer.
«Derramaré mi espíritu sobre toda la humanidad: los hijos e hijas de ustedes profetizarán, los viejos tendrán sueños y los jóvenes visiones» (Joel 2: 28) (Hechos 2: 17).
Foto: Municipalidad de Ñuñoa
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