En el tercer domingo de Cuaresma escuchamos el conocido pasaje donde Jesús entra al templo y expulsa a los mercaderes. La escena marcada por la ira de Cristo da paso a una discusión sobre las pruebas de su autoridad (Juan 2: 13-22).
En la víspera del Día Internacional de la Mujer y teniendo presentes las desigualdades de género, este texto sigue siendo desafiante de interpretar. Jesús fue ejecutado por el Estado no por su paciencia, sino por su impaciencia con los que estaban en el poder. “Destruyan este templo, y en tres días volveré a levantarlo (…) Pero el templo al que Jesús se refería era su propio cuerpo” (Juan 2: 19, 21).
La inquietud manifestada nace del descontento de Jesús ante la injusticia. Esta imagen tan humana nos recuerda que la ira es una emoción poderosa que también puede ser útil en la obra de amor. Es una forma muy vivida de estar preocupados por lo que sucede a otros y a otras. Puede ser justo el impulso que necesitamos para obligarnos a cambiar y rechazar el estado de las cosas que causa opresión en el mundo.
Esta lectura puede ayudarnos a cuestionar aquellos discursos que sólo piden paciencia a las mujeres y a los grupos que protestan por el pleno reconocimiento de sus derechos. No debemos temer tanto a la ira como sí deberíamos temer a la indiferencia.
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