En el primer domingo después de Epifanía, el Evangelio recuerda el bautismo de Jesús en el río Jordán. El momento queda grabado por el cielo que se abre y por el Espíritu que desciende, y por la voz de Dios lo reconoce como su “Hijo amado” (Marcos 1: 4-11).
En el bautismo también se abre el cielo, la salvación y la vida nosotros y nosotras. Tenemos la certeza de que donde quiera que vayamos estamos acompañados por Dios. Somos invitados a hacer con Jesús el camino de solidaridad que hizo con las personas que sufren. El camino de su ministerio que va desde Galilea a Jerusalén.
Igualmente somos invitados a abrir ese cielo para otros y otras. Esa es la vocación de nuestro bautismo. En el rito que celebramos en las iglesias escuchamos que hemos sido “marcados con la cruz de Cristo para siempre”. Esa es la marca de nuestro liderazgo. La cruz nos habla siempre de servicio y nunca de poder. Hemos sido marcados para servir y amar, para proclamar su gracia y amor a todas las personas.
“Y desde los cielos se oyó una voz que decía: «Tú eres mi Hijo amado, en quien me complazco” (Marcos 1: 11).
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