Antes de concluir el año litúrgico, esta semana compartimos el Evangelio predicado en memoria de las personas fallecidas. El texto está tomado de Mateo y cuenta el encuentro entre las discípulas y un ángel en la tumba de Jesús. Posteriormente el propio Resucitado les habla y las conforta (Mateo 28: 1-10).
La escena de las mujeres yendo al sepulcro refleja una práctica muy humana de rendir un último homenaje al cuerpo muerto. La presencia del ángel les ofrece una respuesta que mira más allá del dolor: “No tengan miedo. Yo sé que están buscando a Jesús, el que fue crucificado. No está aquí, sino que ha resucitado” (Mateo 28: 5-6).
Hemos transitado el pasaje de nuestros seres queridos de la vida a la muerte, y lo hemos hecho acompañados por ángeles. Recordamos a esos y esas ángeles que nos abrazaron, que nos pasaron un pañuelo para secar nuestras lágrimas, que nos dieron la mano, a esos ángeles que en la tumba cuando llorábamos nos tomaron de la mano y nos dijeron ‘vamos a casa’.
Los ángeles son la presencia de Dios. Son la presencia del Dios cuidador, de ese Dios que no nos abandona aunque nos cueste ver su presencia en un momento de tristeza. “Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. De manera que, tanto en la vida como en la muerte, del Señor somos (Romanos 14: 8).
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