Reflexiones comunitarias para la vida diaria 15 de marzo de 2021

“Miren, yo voy a crear un cielo nuevo y una tierra nueva. Lo pasado quedará olvidado, nadie se volverá a acordar de ello.” Isaías 65,17
Habitar un mundo donde la victoria o fracaso de tu causa define la existencia o inexistencia de tu Dios, es un mundo muy distinto al que estamos acostumbrados (quizás no tanto). Este es el contexto de Isaías. Los pueblos vencedores en batalla podían afirmar respecto de sus dioses, que ellos sí eran verdaderos, existentes, o por lo menos, los verdaderos regentes del mundo, en comparación a los dioses de aquellos que resultan ser los perdedores.
¿Quién podría decir lo contrario? Federico Nietzsche, el célebre filósofo alemán, acusaba a la Biblia de intentar reivindicar a los derrotados de la historia, pero desde un cierto sentimiento de venganza, era la vendetta de los humillados en la historia que, esperaban en el final de los tiempos, el ajusticiamiento de quienes resultaban ser los opresores, los abusadores, los violentos que sometían a los débiles. Estos, afirma Nietzsche, no son capaces de aceptar la ley de la naturaleza donde el más fuerte siempre sobrevivirá por sobre el débil.
Las leyes del mercado que hoy nos rigen tienden a predicar exactamente lo mismo, como si tratase de una nueva religión. Sin embargo, el evangelio es un poco más escandaloso que reducir el contenido de su mensaje a la búsqueda de la venganza de los débiles. “Un cielo nuevo y una tierra nueva” es la transformación completa de las relaciones de quien oprime y es oprimido: “el lobo y el cordero comerán juntos, el león comerá pasto, como el buey, y la serpiente se alimentará de tierra” (v. 25). Es como si el hechizo de la violencia fuese deshecho, como si entrara en un irresistible absurdo. Como si el odio que profundamente me hundía en oscuridad de un momento a otro suelta su peso lejos de mi. Un pueblo desterrado de su territorio por un imperio “superior”, que ansía retribución, venganza, “justicia”, antes que una arenga combativa, recibe estas simple y terribles palabras: “En todo mi monte santo no habrá quien haga ningún daño” (v. 25).
Pablo Pavez Barahona.
Congregación El Buen Samaritano

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