El que entre ustedes quiere ser grande, deberá servir a los demás. Y el que entre ustedes quiera ser el primero, deberá ser su esclavo. Porque, del mismo modo, el Hijo del hombre no vino para que le sirvan, sino para servir y para dar su vida.
Mateo 20: 26-28
¿A quién no le gusta ser grande? A mí ya como niña me gustó ser tan grande – o hasta más grande – que mi hermana mayor. Hubo una competencia constantemente.
Se entiende muy bien si una madre quiere lo mejor para sus hijos, que desea muy profundamente que sean grandes, que tengan las mejores posibilidades. Es lo que todos deseamos para nuestras hijas. Igual que la madre de los hijos de Zebedeo. Se arrodilla delante de Jesús y le pide: “Manda que en tu reino uno de mis hijos se siente a tu derecha y el otro a tu izquierda.” Esto sería lo máximo para sus hijos. ¡Tan cerca de Jesús para siempre! Para la madre es lo mejor que podría pasar a sus hijos. Un deseo grande. Quizás un poco impertinente, pero también entendible. Y Jesús, ¿qué responde? No. Así no funciona. Así piensa la gente del mundo: querer ser lo más grande. Pensar solo en sí misma y su propio beneficio. Pero entre ustedes no debe ser así. Al contrario, el que entre ustedes quiera ser grande, deberá servir a los demás.
Esta no fue la respuesta esperada de la madre. Y tampoco es la respuesta más cómoda. En vez de competir con la hermana, servirla. En vez de pensar en lo mejor para mí, pensar en lo mejor para ella, tratar de entender lo que necesita ella – y no yo – y apoyarla en eso. Cómo niña me costó, no fui capaz de ponerme en el lugar de ella, de pensar en lo mejor para ella. Pero cuando crecimos descubrimos que no tenemos que competir, porque tenemos dones bien distintos. Y con estos dones ambas podemos servir, una a la otra y a las demás. Aunque sabemos que no siempre es fácil.
Dios nos regala dones a cada una y debemos aprovecharlos y servir con ellos a los demás.
Nicole Oehler
Pastora Congregación La Reconciliación